"Muchos pueblos en el valle de la Decisión;
porque cercano está el día de Jehová
en el valle de la Decisión".
Joel 3:14.
Habían transcurrido 34 años desde el día en que mi madre había aceptado a Jesús y mi padre había oído hablar del Salvador por primera vez. Al comienzo él hizo muy difícil las cosas para la joven esposa que había decidido unirse a la iglesia. Después, con el tiempo, se dio cuenta de que el cristianismo era un muro de protección para los hijos y decidió apoyar a la familia en la iglesia, pero nunca se comprometió con Dios. Era un buen padre de familia, un marido ejemplar -no fumaba, no bebía y no tenía algún otro vicio-, pero no quería un compromiso mayor con Jesús.
Los años pasaron, en el fondo del corazón siempre llevaba la tristeza de saber que mi padre no se decidía en favor de Cristo.
"Yo no hago mal a nadie", decía cada vez que hablaba con él sobre el tema.
Durante muchos años coloqué, en mis oraciones personales, el nombre de mi padre ante Dios, hasta que un día, de regreso a mi país en la época de Navidad, mi padre me dio la agradable sorpresa de que había aceptado a Cristo.
Una noche descubrí que mi padre no tenía más que dos meses de vida, porque un terrible cáncer lo estaba consumiendo.
Antes de partir al país donde trabajo, entré en su cuarto. Tenía el rostro arrugado por el tiempo y el cuerpo consumido por la enfermedad. Sabía que lo estaba viendo por última vez en la tierra, y sentí ganas de llorar, pero su sonrisa me animó: "Ve en paz, hijo, cumple tu sueños, yo ya no tengo miedo de nada. Ahora conozco a Jesús".
Un mes después de mi partida recibí la triste noticia de que mi padre había descansado en la bendita esperanza de ver a sus hijos cuando Jesús retornara.
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