jueves, 25 de noviembre de 2010

Las palabras justas... parte 1


Cuando los israelitas daban rienda suelta a su espíritu de descontento, llegaban hasta encontrar faltas en las mismas bendiciones que recibían: "Y habló el pueblo contra Dios y Moisés: ¿Por qué nos hicisteis subir de Egipto para que muramos en este desierto? que ni hay pan, ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano." (Núm. 21: 5.)

Moisés indicó fielmente al pueblo la magnitud de su pecado. Era tan sólo el poder de Dios lo que les había conservado la vida en el "desierto grande y espantoso, de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde ningún agua había." (Deut. 8: 15.) Cada día de su peregrinación habían sido guardados por un milagro de la divina misericordia. En toda la ruta en que Dios los había conducido, habían encontrado agua para los sedientos, pan del cielo que les mitigara el hambre, y paz y seguridad bajo la sombra de la nube de día y el resplandor de la columna de fuego de noche. Los ángeles les habían asistido mientras subían las alturas rocosas o transitaban por los ásperos senderos del desierto. No obstante las penurias que habían soportado, no había una sola persona débil en todas sus filas. Los pies no se les habían hinchado en sus largos viajes, ni sus 456 ropas habían envejecido. Dios había subyugado y dominado ante su paso las fieras y los reptiles ponzoñosos del bosque y del desierto. Si a pesar de todos estos notables indicios de su amor el pueblo continuaba quejándose, el Señor iba a retirarle su protección hasta cuando llegara a apreciar su misericordioso cuidado y se volviera hacia él, arrepentido y humillado.

Porque había estado escudado por el poder divino, Israel no se había dado cuenta de los innumerables peligros que lo habían rodeado continuamente. En su ingratitud e incredulidad había declarado que deseaba la muerte, y ahora el Señor permitió que la muerte le sobreviniera. Las serpientes venenosas que pululaban en el desierto eran llamadas serpientes ardientes a causa de los terribles efectos de su mordedura, pues producía una inflamación violenta y la muerte al poco rato. Cuando la mano protectora de Dios se apartó de Israel, muchísimas personas fueron atacadas por estos reptiles venenosos.

Hubo entonces terror y confusión en todo el campamento. En casi todas las tiendas había muertos o moribundos. Nadie estaba seguro. A menudo rasgaban el silencio de la noche gritos penetrantes que anunciaban nuevas víctimas. Todos estaban atareados para asistir a los dolientes, o con cuidado angustioso trataban de proteger a los que aun no habían sido heridos. Ninguna murmuración salía ahora de sus labios. Cuando comparaban sus dificultades y pruebas anteriores con los sufrimientos por los cuales estaban pasando ahora, aquéllas les parecían baladíes.

El pueblo se humilló entonces ante Dios. Muchos se acercaron a Moisés para hacerle sus confesiones y súplicas. "Pecado hemos -dijeron- por haber hablado contra Jehová, y contra ti." (Núm. 21: 7-9.) Poco antes le habían acusado de ser su peor enemigo, la causa de todas sus angustias y aflicciones. Pero aun antes que las palabras dejaran sus labios, sabían perfectamente que los cargos eran falsos; y tan pronto como llegaron las verdaderas dificultades, corrieron hacia él como a la única persona que podía interceder ante Dios por ellos.

"Ruega a Jehová -clamaron- que quite de nosotros estas serpientes."

Dios le ordenó a Moisés que hiciese una serpiente de bronce semejante a las vivas, y que la levantara ante el pueblo. Todos los que habían sido picados habían de mirarla y encontrarían alivio. Hizo lo que se le había mandado, y por todo el campamento cundió la grata noticia de que todos los que habían sido mordidos podían mirar la serpiente de bronce, y vivir. Muchos habían muerto ya, y cuando Moisés hizo levantar la serpiente en un poste, hubo quienes se negaron a creer que con sólo mirar aquella imagen metálica se iban a curar. Estos perecieron en la incredulidad. No obstante, hubo muchos que tuvieron fe en lo provisto por Dios. Padres, madres, hermanos y hermanas se dedicaban afanosamente a ayudar a sus deudos dolientes y moribundos a fijar los ojos lánguidos en la serpiente. Si ellos, aunque desfallecientes y moribundos, podían mirarla una vez, se restablecían por completo.

La gente sabía perfectamente que en aquella serpiente de bronce no había poder alguno para ocasionar un cambio tal en los que la miraban. La virtud curativa venía únicamente de Dios. En su sabiduría eligió esta manera de manifestar su poder. Mediante este procedimiento sencillo se le hizo comprender al pueblo que esta calamidad le había sobrecogido como consecuencia directa de sus pecados. También se le aseguró que mientras obedecieran a Dios no tenían motivo de temor; pues él los preservaría de todo mal.

El alzamiento de la serpiente de bronce tenla por objeto enseñar una lección importante a los israelitas. No podían salvarse del efecto fatal del veneno que había en sus heridas. Solamente Dios podía curarlos. Se les pedía, sin embargo, que demostraran su fe en lo provisto por Dios. Debían mirar para vivir. Su fe era lo aceptable para Dios, y la demostraban mirando la serpiente. Sabían que no había virtud en la serpiente misma, sino que era un símbolo de Cristo; y se les inculcaba así la necesidad de tener fe en los méritos de él. Hasta entonces muchos habían llevado sus ofrendas a Dios, creyendo que con ello expiaban ampliamente sus pecados. No dependían del Redentor que había de venir, de quien estas ofrendas y sacrificios no eran sino una figura o sombra. El Señor quería enseñarles ahora que en sí mismos sus sacrificios no tenían más poder ni virtud que la serpiente de bronce, sino que, como ella, estaban destinados a dirigir su espíritu a Cristo, el gran sacrificio propiciatorio.

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